viernes, 15 de marzo de 2013

Si tuviera que enseñar...

Si tuviera que enseñarle algo a algún hijo alguna vez, le enseñaría a preguntar y preguntarse.
Le diría que la curiosidad es un pasaporte para moverse y crecer en un mundo mucho menos hecho de certezas que de puertas abiertas de par en par.
Le enseñaría que las personas no se miden por la ropa o los zapatos o las palabras que usan.
Que somos mucho más que lo que hacemos, pero muchas veces lo que hacemos marca tendencias, y hay que estar atento a esas tendencias, para poder controlarlas.
Y, a la vez, que nuestra vida está tanto en nuestras manos como fuera de nuestro alcance.
Que tenemos que tomar las riendas de nuestras opciones y decisiones y hacernos cargo de sus consecuencias.
Al mismo tiempo, le enseñaría que la vida nos sacude todo el tiempo, que cada sacudón trae cosas nuevas, y si cerramos nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestros ojos y nuestras manos a los temporales, nos entumecemos y nos perdemos de los regalos que nos ofrece la vida en el intento de aferrarnos a algo que ya no está... y nos quedamos sin nada.
Le enseñaría que es mucho más fácil condenar que ponerse en el lugar de las personas. Que cada persona es un mundo infinitamente complejo; que dedique más tiempo a descubrir cada mundo y menos a juzgarlo.
Le diría que cada aprendizaje es un escalón y la vida se trata más, creo, de subir, que de quedarse en los descansos de la escalera, creyendo que no hay nada más por saber.
Que su manera de pensar y de vivir no es la única ni la mejor, que conozca, que nunca deje de conocer.
Le diría que el arte, los libros y los viajes expanden el alma. Que la vida nos invita constantemente a expandir nuestra alma, que esté atento a cada invitación.
Le enseñaría a buscar a Dios, a buscar su centro, a cuestionar su esencia, a buscar la trascendencia.
A no tener miedo de encontrar algo distinto a lo que le ofrecen los modelos que lo rodean.
A buscar la plenitud.
A cuidar sus vínculos, que son nuestra única verdadera riqueza.
A nunca dar la espalda a las oportunidades de querer y ser querido.
Le enseñaría a cuidarse a sí mismo y a su cuerpo, a llorar cuando tenga ganas, a pedir cuando necesite.
Que nadie puede hacer feliz a nadie si no es él mismo feliz. Que el equilibrio en esto es lo más difícil: si nos miramos sólo a nosotros mismos, nos perdemos de la plenitud de la vida compartida y, a la vez, si postergamos nuestra felicidad, al apagarnos, no podemos iluminar nuestro entorno. Y la vida nos invita a ser luz. Le diría que tiene una luz única, que sólo él puede dar. Que la vida lo invita a encontrarse y hacer arder su luz, cada día más.
Le enseñaría a no quedarse en su zona de confort por demasiado tiempo.
A jugarse por lo que cree que está bien, a reconocer sus miedos, a no castigarse por ellos y, a la vez, a intentar superarlos y ser valiente.
Le enseñaría a pedir perdón por sus errores y, más importante aún, a perdonarse a sí mismo.
A cuidar de los de los que sufren. Pero nunca, nunca sentirse mejor que ellos, en ningún sentido.
Que cada persona que llega a nuestra vida tiene algo que enseñarnos y algo que aprender de nosotros.
Le diría que todos merecemos ser felices, nacimos para ser felices. Que no debería dejar que nadie, nunca, le haga creer que no tiene derecho a ser feliz. Y que él tampoco debería hacer creer esto a nadie, ni pensarlo de nadie.
Le enseñaría a valorarse como niño, a volar como niño, a nunca subestimar sus sentimientos ni sus sueños y, cuando sea adulto, a creer en los niños y a escucharlos mucho, mucho más de lo que el mundo los escucha.
Y le aclararía que tal vez estas enseñanzas cambien un día, porque, también yo, sigo creciendo y aprendiendo.